domingo, 24 de septiembre de 2017

Lección de Intrahistoria

Pues si en verdad mi historia no es historia
y no es palabra mi murmullo pardo,
será que no es mi voz la voz del bardo:
Que no hablaré de gestas ni de gloria

y no necrófilo de la memoria
he de ser ni de serlo en deseos ardo.
Prefiero el llano canto del goliardo
que canta el canto agreste de esta noria,

que vuelta a vuelta vuelca mil pasiones
de seres asexuados que no tienen
gloriosas gestas, sino dedos yertos.

La historia la escribieron mil millones
de gentes que a la historia no se atienen:
copistas legionarios de los muertos.

Fragmentos en cristales de pronombres

Espejos y cristales y reflejos
de los sueños, etérea servidumbre:
solos, somos rescoldos de una lumbre,
las sombras de intenciones, sueños viejos.

Advierte, niña mía: aunque de lejos
parezco caminar sobre costumbre,
camino en realidad con pesadumbre
sobre pronombres rotos, desparejos.

Vivencias fermentadas pavimentan
el camino de los hijos de los hombres,
los restos, los propósitos que alientan

devienen por detrás de nuestros nombres:
las plantas, nuestros pies, nos sedimentan
fragmentos en cristales de pronombres.

lunes, 2 de enero de 2017

Melasurej

Era Navidad en una ciudad llena de Dios, de Grandes Dioses y de pequeños dioses. Los Grandes Dioses tenían templos con grandes cúpulas que devoraban almas, mientras los pequeños dioses simplemente habitaban las cosas pequeñas, anidaban en objetos cotidianos. Se mirase donde se mirase había retazos de dios: pequeños gorros o grandes sombreros, vestimentas ostentosas o humildes, símbolos de eternidad, de transcendencia almaria o de libertad bajo fianza.
Y piedras. Había una inmensa colección de piedras donde habitaban tradiciones, espiritualidad, historia y lagartijas fundamentalmente. Pasear por la ciudad era anegarse en historia, tradición y mercadillos donde costumbres y ontologías se vendían al peso al mejor postor.
De todos modos, lo mejor y lo peor de toda la ciudad, lo que nunca hubiera esperado encontrarse allí, fue el Vampiro. Había en ese momento y en ese lugar uno de esa extraña raza que tiene parte de fantasma y parte de vampiro. Lo encontró por primera vez sentado y no era peligroso ni temible, sólo una forma estética más de las que ornaban esta extraña ciudad de Melasurej.
La segunda vez fue cuando se puso de manifiesto la verdadera naturaleza de la criatura. Él estaba fumando mientras contemplaba, a través de la cortina de nieve entretejida de esperanzas y oraciones, las almas engarzadas en las piedras de sus antiguos muros, tan características de esta ciudad que se cobraba recargo por cada retazo de ánima observada en una piedra, cuando ella apareció y empezó a hablarle.
No era originaria de aquella ciudad, era una fantasma viajera, de paso por Melasurej, empezó a contar mientras lentamente desplegaba su inmenso poder en torno a él. Para cuando quiso darse cuenta, su vida entera fluía hacía ella, hablaba y hablaba sobre orígenes y metamorfosis, sobre lo ordinario y lo extraordinario, no podía retener una sola de sus escurridizas palabras, muy a su pesar.
Y además estaban sus ojos. De hecho, sólo estaban sus ojos. Contenían más almas que cualquiera de las cúpulas de los hambrientos Grandes Dioses que coronaban la ciudad. Eran intensos, esa es la palabra y todo cuanto puede describir la palabra, tan importante en Melasurej. Más los miraba, menos sentía la Materia. Ya no había dioses ni grandes piedras, ni nieve y sueños inhalando cigarrillos: el Verbo se hizo ojos y lo habitó por completo, todo lo absorbieron, todo lo escudriñaron, intensos. Según iba siendo invadido, iba bajando la guardia, iba dejando de ser.
Cuando cesó el fluir todo cobró apariencia de normalidad. La ciudad continuaba su lento vagar de oraciones, sueños y esperanzas, se sintió de nuevo él. La noche, alborotada durante la transfusión de almas, se volvió recatada y recogida, doncella casta como debe en una ciudad que rezuma dioses.
Todo estaba bien.
Y sin embargo…
No, ya había pasado.
Aunque había algo: A qué negarlo, los ojos estaban allí. El vampiro había desaparecido, pero los ojos estaban allí, presencia etérea aunque tangible.
Salió corriendo, quiso huir y no pudo, fuera donde fuera, lo miraban, lo oprimían, lo penetraban. Echó a volar en un vano intento de zafarse de ellos, pero allí estaban. Desde arriba la ciudad, sagrada, antigua y babélica, dibujaba la sonrisa del vampiro en sus antiguas piedras y calles, en cada uno de sus recodos. Voló incansable a su hogar, al refugio de lo cotidiano, al seguro reducto de las rutinas precisas.

Pero ellos estaban allí, también en sus rutinas, en el centro mismo de su hogar, en el fondo de cada vaso que bebía. Lo miraban, lo bebían, lo absorbían. Y eso es lo que le hizo darse cuenta de que había conocido a un vampiro. Bueno, eso y que lo único que bombardeaba su cabeza era acudir al teatro con ella. Y como todo el mundo sabe eso sólo sucede con los vampiros.