Era Navidad en una
ciudad llena de Dios, de Grandes Dioses y de pequeños dioses. Los Grandes
Dioses tenían templos con grandes cúpulas que devoraban almas, mientras los
pequeños dioses simplemente habitaban las cosas pequeñas, anidaban en objetos
cotidianos. Se mirase donde se mirase había retazos de dios: pequeños gorros o
grandes sombreros, vestimentas ostentosas o humildes, símbolos de eternidad, de
transcendencia almaria o de libertad bajo fianza.
Y piedras. Había una
inmensa colección de piedras donde habitaban tradiciones, espiritualidad,
historia y lagartijas fundamentalmente. Pasear por la ciudad era anegarse en
historia, tradición y mercadillos donde costumbres y ontologías se vendían al
peso al mejor postor.
De todos modos, lo
mejor y lo peor de toda la ciudad, lo que nunca hubiera esperado encontrarse
allí, fue el Vampiro. Había en ese momento y en ese lugar uno de esa extraña
raza que tiene parte de fantasma y parte de vampiro. Lo encontró por primera
vez sentado y no era peligroso ni temible, sólo una forma estética más de las
que ornaban esta extraña ciudad de Melasurej.
La segunda vez fue
cuando se puso de manifiesto la verdadera naturaleza de la criatura. Él estaba
fumando mientras contemplaba, a través de la cortina de nieve entretejida de
esperanzas y oraciones, las almas engarzadas en las piedras de sus antiguos
muros, tan características de esta ciudad que se cobraba recargo por cada
retazo de ánima observada en una piedra, cuando ella apareció y empezó a
hablarle.
No era originaria de
aquella ciudad, era una fantasma viajera, de paso por Melasurej, empezó a
contar mientras lentamente desplegaba su inmenso poder en torno a él. Para
cuando quiso darse cuenta, su vida entera fluía hacía ella, hablaba y hablaba
sobre orígenes y metamorfosis, sobre lo ordinario y lo extraordinario, no podía
retener una sola de sus escurridizas palabras, muy a su pesar.
Y además estaban sus
ojos. De hecho, sólo estaban sus ojos. Contenían más almas que cualquiera de
las cúpulas de los hambrientos Grandes Dioses que coronaban la ciudad. Eran
intensos, esa es la palabra y todo cuanto puede describir la palabra, tan
importante en Melasurej. Más los miraba, menos sentía la Materia. Ya no había
dioses ni grandes piedras, ni nieve y sueños inhalando cigarrillos: el Verbo se
hizo ojos y lo habitó por completo, todo lo absorbieron, todo lo escudriñaron,
intensos. Según iba siendo invadido, iba bajando la guardia, iba dejando de ser.
Cuando cesó el fluir
todo cobró apariencia de normalidad. La ciudad continuaba su lento vagar de
oraciones, sueños y esperanzas, se sintió de nuevo él. La noche, alborotada
durante la transfusión de almas, se volvió recatada y recogida, doncella casta
como debe en una ciudad que rezuma dioses.
Todo estaba bien.
Y sin embargo…
No, ya había pasado.
Aunque había algo: A
qué negarlo, los ojos estaban allí. El vampiro había desaparecido, pero los
ojos estaban allí, presencia etérea aunque tangible.
Salió corriendo,
quiso huir y no pudo, fuera donde fuera, lo miraban, lo oprimían, lo
penetraban. Echó a volar en un vano intento de zafarse de ellos, pero allí
estaban. Desde arriba la ciudad, sagrada, antigua y babélica, dibujaba la
sonrisa del vampiro en sus antiguas piedras y calles, en cada uno de sus
recodos. Voló incansable a su hogar, al refugio de lo cotidiano, al seguro
reducto de las rutinas precisas.
Pero ellos estaban
allí, también en sus rutinas, en el centro mismo de su hogar, en el fondo de cada
vaso que bebía. Lo miraban, lo bebían, lo absorbían. Y eso es lo que le hizo
darse cuenta de que había conocido a un vampiro. Bueno, eso y que lo único que
bombardeaba su cabeza era acudir al teatro con ella. Y como todo el mundo sabe
eso sólo sucede con los vampiros.