jueves, 6 de agosto de 2020

La naturaleza de Alfredo

“Que vale, que sí, que desde siempre hemos ido a la playa, pero este año ni de coña, Almudena. Con toda la mierda esta del Covid, yo no me voy a una playa. ¡Que vamos a llevar más tela en la boca que en el cuerpo! Y todo el mundo de aquí pallá, en los chiringuitos y toda esa mierda.”

Así que al final fue camping. Se fue y compró todo lo necesario con la seguridad del que no tiene ni idea: todo marca Quechua, como había recomendado el cuñao, que lo hace todos los años y bien que le va. Tienda, bolsas de dormir, colchones, lumin gas y linternas. Hasta pantalones de esos desmontables y livianos para los dos.

El plan era pasar una semana en un camping cercano a la Ruta del Cares, que todo el mundo decía que había que hacerla. La ruta llevaba aproximadamente un día, el resto del tiempo pensaban pasear un poco la zona y lo que surgiera. Pocos planes. Y lo que fuera, sería.

A Alfredo el viaje le costó la firme promesa de que al año siguiente volverían a Mazarrón, una bronca de tres pares de cojones cuando Almu vio la factura del Decathlon y la certeza de que obedecería sus más pequeños deseos durante al menos tres semanas. Pero se salió con la suya.

Salieron temprano: mascarilla en boca, depósito lleno y gps preparado para una paradita en un restaurante de esos de camioneros, recomendación del cuñao. Al llegar al restaurante, no cabía una bicicleta: que si esperaban una hora y media podían comer. La cara de Almudena era un poema. “Dale, mujer, nos tomamos una cervecita mientras esperamos”.

Llegaron bastante más tarde de lo previsto al camping. Alfredo montó la tienda solo, mientras Almudena se tomaba unas cervezas en el bar del camping, “como compensación”. Las instrucciones decían que cualquier niño la podría montar. “Pues el niño debía ser el puto Einstein”, se dijo. Una hora más tarde, con las manos machacadas, abrió youtube en el móvil y puso el nombre de la tienda de campaña al lado del verbo montar. En quince minutos estuvo lista. Se fue a buscar a Almudena, que se había ablandado bastante a base de zumo de cebada. Y terminó el día como debe terminar un primer día de vacaciones que empieza mal: depusieron y enfundaron armas.

Al día siguiente comenzó a llover. Mal día para caminarse una ruta al lado de una caída a pico de más de cien metros. Según el móvil llovería además varios días seguidos. Y mira que lo habían mirado antes de salir, pero el tiempo en Asturias no hay Dios que lo entienda. Habían esperado tener algo más de suerte y la tostada no había fallado: por el lado de la mantequilla, como siempre. Discutieron, “que si vamos a conocer algún pueblo”, “que si en Mazarrón no llueve nunca”, “que si sabes por donde te puedes meter Mazarrón”. Después de una intensa batalla, firmaron el armisticio sobre la inversión Quechua y decidieron almorzar algo frío y dar una vuelta por las cercanías.

El día lo terminó salvando un pequeño pueblo ganadero donde encontraron una señora que vendía Cabrales casero. Y sidra natural. Con una hogaza de pan que compraron allí mismo, se pusieron ciegos a queso, y, con la sed que daba eso, se bebieron la sidra que habían comprado para esa noche, la que habían comprado para llevarse de vuelta a Madrid y un par más que compraron en la tienda del camping.

Los dos días siguientes continuó la lluvia e hicieron turismo por los pueblos de la zona. Almu se fue reconciliando con las vacaciones. “En lo de la mascarilla tenías razón, aquí hay menos gente y es menos coñazo”. Además, tras varios días de ausencia de Netflix, el síndrome de abstinencia casi había desaparecido.

Recorrer aquella zona rural les pareció un poco como patearse La Comarca, del libro que ambos habían leído cuando sus inquietudes juveniles aun pujaban en la lucha de ciertos ideales. La gente iba de un lado a otro con más calma, en sintonía con el campo que trabajaba. Casi parecía que en cualquier momento podía aparecer por una curva la carreta de un paisano barbudo fumando en pipa bajo un gorro puntiagudo.

Y el cuarto día dejó de llover. Cogieron el coche y se fueron a hacer la famosa ruta. La sensación era la de ser los putos hobbits enfrentando a Caradhras. Un camino a un lado, pared al otro. Del lado del camino, una caída de esas que si la haces, más te vale estar bien rezao. Picos al lado, picos enfrente, un río bien crecido, todo verde como sólo se ve en las películas. Horas y horas de alimentar su alma solo con los ojos. El silencio se fue imponiendo paso a paso. Se dieron cuenta, íntimamente, de que hay silencios que contienen todas las voces, todas las respuestas a todas las preguntas. Como la mirada de un elfo milenario.

Al llegar, una única frase:
— Tío, esto es la hostia.

Y lo era.

jueves, 2 de enero de 2020

Casa

La casa abrió sus puertas engalanada, orgullosa de su atavío. Hoy volvía a ser el día. Sus entrañas habían conocido tiempos mejores. Cuando Joaquín la construyó, hace muchos años, la hizo con todo el amor de un hombre recién casado, con toda la devoción que un futuro padre tiene por los hijos que aún no han llegado. En los primeros años se sintió cuidada, incluso mimada. No había raspón que no se pintara, goteras que no se repararan, cañería o cisterna que no fueran apropiadamente conservadas. Ahora, sus paredes estaban viejas y despintadas, las cañerías perdían y todas las reparaciones que se le hacían eran simplemente el parche necesario para ir tirando. Ya nadie tenía fe en ella, ya nadie la cuidaba. Hasta los niños, que tanta alegría habían derrochado sobre ella, ahora la miraban como un objeto inútil, calculando lo que pudieran sacar de ella a la muerte de sus padres, miserables en su edad adulta como generosos fueron en la niñez.

Pero eran sus niños, se decía, y hoy venían a verla. Ana y su marido se ocuparon de adornarla en lo posible. Era el único día en que se juntaban todos y había que hacer lo posible para que todos estuvieran más o menos cómodos. No, no se engañaba, sabía que hacía muchos años que no eran felices, ni los niños ni los padres, pero trataban de sonreír y desearse lo mejor con palabras en este día. Lo que había en sus corazones era muy diferente, pero eso nunca se ponía en palabras.

Llegaba Gabriel, el amigo de la familia, huérfano desde niño, el único que no se dejaba empapar por la atmósfera cada vez más sombría que dominaba a la familia. Poco después, Juan, con su esposa Salomé. Nunca le gustó esa mujer: al principio pensaba que se debía sólo a la dificultad de profesar afecto a quien le robara a uno de sus niños, pero hace años que sus peores temores se vieron confirmados. Lo de Salomé con Zaqueo era un secreto que sólo fue secreto unas semanas. Sus rincones estaban sucios por el torpe enredar de esos dos. El peor era Zaqueo, claramente. Su propio hermano. “En fin”, pensó, “espero que hoy por lo menos respeten mis muros”. Sospechaba que su esperanza era vana, siempre aprovechaban cualquier reunión familiar y era poco probable que hoy hicieran una excepción.

En seguida llegaron Zaqueo y María, sus pequeños. María venía con la cara roja e hinchada de llorar. La casa quiso abrazarla con sus paredes, acunarla, hacerla sentir de nuevo su niña. “Pobre, seguro que se ha vuelto a pelear con el Pepe”

Se fueron saludando y pasando al comedor. Estaba orgullosa especialmente de esa habitación. Los padres habían hecho lo imposible por crear un ambiente festivo y alegre, pese a las circunstancias. Había quedado hermosa y lo sabía: coqueta, reflejaba los brillantes colores en las ventanas espejadas por la noche, sabiéndose elegante. Se sentaron a comer y Joaquín sacó el Chivas de la cesta de Navidad y sirvió un aperitivo. Las miradas, incómodas, iban y venían de la cara de María. Ella, atenta siempre a su niña, hizo crujir una cañería justo encima del comedor, haciendo que las conversaciones se desviaran al estado de sus entrañas.

Salomé se levantó diciendo que tenía que controlar la cena en el horno. Zaqueo la imitó a los dos minutos con la excusa de visitar su viejo cuarto y recoger algunas cosas que quería llevarse, mientras esperaban a cenar. El silencio en la mesa fue total. Juan se sirvió medio vaso más de whisky y dejó la botella al lado de su vaso, mientras su mirada, vacía y herida, como la del Bautista cuando debajo del cuello tuvo bandeja en vez de cuerpo, repasaba las grietas de la pintura, evitando las miradas de los demás. Ana estaba muy seria, Joaquín, pálido, no se atrevía a decir nada. Había callado muchas veces y hoy también lo haría: la verdad era demasiado obscena para hacerla palabras. Todos callaban lo que nunca fue un secreto. Mientras en el viejo cuarto de Zaqueo juegos de adultos mancillaban sus paredes, la casa lloraba la terrible matanza de los inocentes juegos que aún tenían eco en ella. Sus niños ya no eran sus niños.

Salvo María. Ella siempre había sido especial, más inocente, más limpia. En la mesa todos evitaban cruzar sus miradas y la casa vio como María y Gabriel se hacían confidencias a un extremo de la mesa. Ella parecía contarle con serenidad lo que había sucedido, con mirada de angustia pero en paz: Pepe la había dejado.

Al regresar esos dio comienzo la cena. El incómodo silencio se mantuvo la mayor parte de ella, interrumpido por conversaciones banales, políticas y deportivas, mientras en el fondo de la mesa, María y Gabriel gesticulaban y cuchicheaban. A los postres, la botella, siempre fiel y de guardia junto a Juan, se había entregado tan generosamente que no le quedaba nada que dar. Con el corazón roto, los ojos de sus ventanas miraron a su niño, el mayor, el que debía ser el anuncio de toda la alegría que iba a venir, agostado y hundido, hurgando su propia culpa en el fondo del vaso.

Gabriel pidió silencio.

Tenía que hacer un anuncio, dijo.

— En esta casa hay demasiado ruido y pocas palabras ciertas. María y yo hemos decidido decir lo que le pasa y no cargar a esta familia con más secretos. Está embarazada, no sabe de quién, y Pepe la ha dejado por ello. No hay mucho más que contar. Admirad su valentía y apoyadla, por favor.

Silencio en el comedor. Un silencio como sus viejas tejas no recordaban. Su corazón se animó: volverían los juegos, las risas, la inocencia. Volvería a estar llena de vida.

Y mientras las conversaciones se reanudaban y entrechocaban como olas en torno a la criatura, sintió como, despacio, tímido y con un ramo de flores, Pepe tocaba su timbre.

Y abrió sus puertas en una enorme sonrisa.