jueves, 2 de enero de 2020

Casa

La casa abrió sus puertas engalanada, orgullosa de su atavío. Hoy volvía a ser el día. Sus entrañas habían conocido tiempos mejores. Cuando Joaquín la construyó, hace muchos años, la hizo con todo el amor de un hombre recién casado, con toda la devoción que un futuro padre tiene por los hijos que aún no han llegado. En los primeros años se sintió cuidada, incluso mimada. No había raspón que no se pintara, goteras que no se repararan, cañería o cisterna que no fueran apropiadamente conservadas. Ahora, sus paredes estaban viejas y despintadas, las cañerías perdían y todas las reparaciones que se le hacían eran simplemente el parche necesario para ir tirando. Ya nadie tenía fe en ella, ya nadie la cuidaba. Hasta los niños, que tanta alegría habían derrochado sobre ella, ahora la miraban como un objeto inútil, calculando lo que pudieran sacar de ella a la muerte de sus padres, miserables en su edad adulta como generosos fueron en la niñez.

Pero eran sus niños, se decía, y hoy venían a verla. Ana y su marido se ocuparon de adornarla en lo posible. Era el único día en que se juntaban todos y había que hacer lo posible para que todos estuvieran más o menos cómodos. No, no se engañaba, sabía que hacía muchos años que no eran felices, ni los niños ni los padres, pero trataban de sonreír y desearse lo mejor con palabras en este día. Lo que había en sus corazones era muy diferente, pero eso nunca se ponía en palabras.

Llegaba Gabriel, el amigo de la familia, huérfano desde niño, el único que no se dejaba empapar por la atmósfera cada vez más sombría que dominaba a la familia. Poco después, Juan, con su esposa Salomé. Nunca le gustó esa mujer: al principio pensaba que se debía sólo a la dificultad de profesar afecto a quien le robara a uno de sus niños, pero hace años que sus peores temores se vieron confirmados. Lo de Salomé con Zaqueo era un secreto que sólo fue secreto unas semanas. Sus rincones estaban sucios por el torpe enredar de esos dos. El peor era Zaqueo, claramente. Su propio hermano. “En fin”, pensó, “espero que hoy por lo menos respeten mis muros”. Sospechaba que su esperanza era vana, siempre aprovechaban cualquier reunión familiar y era poco probable que hoy hicieran una excepción.

En seguida llegaron Zaqueo y María, sus pequeños. María venía con la cara roja e hinchada de llorar. La casa quiso abrazarla con sus paredes, acunarla, hacerla sentir de nuevo su niña. “Pobre, seguro que se ha vuelto a pelear con el Pepe”

Se fueron saludando y pasando al comedor. Estaba orgullosa especialmente de esa habitación. Los padres habían hecho lo imposible por crear un ambiente festivo y alegre, pese a las circunstancias. Había quedado hermosa y lo sabía: coqueta, reflejaba los brillantes colores en las ventanas espejadas por la noche, sabiéndose elegante. Se sentaron a comer y Joaquín sacó el Chivas de la cesta de Navidad y sirvió un aperitivo. Las miradas, incómodas, iban y venían de la cara de María. Ella, atenta siempre a su niña, hizo crujir una cañería justo encima del comedor, haciendo que las conversaciones se desviaran al estado de sus entrañas.

Salomé se levantó diciendo que tenía que controlar la cena en el horno. Zaqueo la imitó a los dos minutos con la excusa de visitar su viejo cuarto y recoger algunas cosas que quería llevarse, mientras esperaban a cenar. El silencio en la mesa fue total. Juan se sirvió medio vaso más de whisky y dejó la botella al lado de su vaso, mientras su mirada, vacía y herida, como la del Bautista cuando debajo del cuello tuvo bandeja en vez de cuerpo, repasaba las grietas de la pintura, evitando las miradas de los demás. Ana estaba muy seria, Joaquín, pálido, no se atrevía a decir nada. Había callado muchas veces y hoy también lo haría: la verdad era demasiado obscena para hacerla palabras. Todos callaban lo que nunca fue un secreto. Mientras en el viejo cuarto de Zaqueo juegos de adultos mancillaban sus paredes, la casa lloraba la terrible matanza de los inocentes juegos que aún tenían eco en ella. Sus niños ya no eran sus niños.

Salvo María. Ella siempre había sido especial, más inocente, más limpia. En la mesa todos evitaban cruzar sus miradas y la casa vio como María y Gabriel se hacían confidencias a un extremo de la mesa. Ella parecía contarle con serenidad lo que había sucedido, con mirada de angustia pero en paz: Pepe la había dejado.

Al regresar esos dio comienzo la cena. El incómodo silencio se mantuvo la mayor parte de ella, interrumpido por conversaciones banales, políticas y deportivas, mientras en el fondo de la mesa, María y Gabriel gesticulaban y cuchicheaban. A los postres, la botella, siempre fiel y de guardia junto a Juan, se había entregado tan generosamente que no le quedaba nada que dar. Con el corazón roto, los ojos de sus ventanas miraron a su niño, el mayor, el que debía ser el anuncio de toda la alegría que iba a venir, agostado y hundido, hurgando su propia culpa en el fondo del vaso.

Gabriel pidió silencio.

Tenía que hacer un anuncio, dijo.

— En esta casa hay demasiado ruido y pocas palabras ciertas. María y yo hemos decidido decir lo que le pasa y no cargar a esta familia con más secretos. Está embarazada, no sabe de quién, y Pepe la ha dejado por ello. No hay mucho más que contar. Admirad su valentía y apoyadla, por favor.

Silencio en el comedor. Un silencio como sus viejas tejas no recordaban. Su corazón se animó: volverían los juegos, las risas, la inocencia. Volvería a estar llena de vida.

Y mientras las conversaciones se reanudaban y entrechocaban como olas en torno a la criatura, sintió como, despacio, tímido y con un ramo de flores, Pepe tocaba su timbre.

Y abrió sus puertas en una enorme sonrisa.

3 comentarios:

  1. Muy buen cuento!!! Sin duda una gran introducción para vivir la Navidad!!! Gracias por tu sensibilidad!!! Seguí escribiendo!!!!!

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  2. De los mejores que he leído en mucho tiempo. Felicitaciones!

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